Sunday, November 24, 2013

Cosas nuestras

Ser un expatriado, de estos que somos, de los privilegiados que gozamos la suerte de tener un trabajo que nos gusta y un sueldo que no nos hará ricos pero que nos permite ciertas comodidades y proyectos, tiene ventajas innegables.  Uno conoce el mundo; lugares como la Muralla China, el templo de Borobudor o la isla de Bali, están al alcance de un vuelo en aerolíneas de bajo costo, y comer platos tailandeses o indios se convierte en una rutina sin el menor atisbo de exótico ritual.  Los chauvinismos regionalistas o patrioteros se convierten en eso, una fiebre adolescente o una anécdota provinciana.  El mundo se hace más corto y la patria de uno, la pequeña, la familia, el barrio, los amigos de todos los días, se aclaran y pierden esas manchas —irrelevantes pero odiosas— que genera la cotidianeidad.

Es allí donde la nostalgia encuentra su esquina, su saliente, el punto del cual agarrarse para que empecemos a cuestionarnos la ausencia, para que las distancias se hagan canallas y para que la lejanía carezca de justificaciones.  Entonces es cuando ser un expatriado se vuelve odioso, por lo que nos quita, por lo que se roba, por el peaje que nos cobra despacio, sin aspavientos, pero sin piedad.

Ser exiliado del idioma es un problema que se soluciona estudiando o recluyéndose en el silencio, mejor lo primero que lo segundo; los kilómetros que separan la historia oficial (los muertos, los enfermos, los casados, los recién nacidos) se pelean con las armas de la tecnología; el grueso de las actividades sociales, el ocio del fin de semana, la sed de las tardes, se aplastan a golpe de nuevas relaciones, de amigos nuevos, cumpleaños de otros y celebraciones ajenas. Sin embargo, lo básico, lo esencial de las relaciones de la juventud y de la infancia, es inimitable y no hay solución de continuidad que lo supla o lo supere.

Hoy celebramos un cumpleaños.  Fue un «brunch», un desayuno-almuerzo delicioso. Seríamos poco menos de treinta personas, entre grandes y chicos.  Los habíamos de muchas nacionalidades, de Francia —los más—, de los Estados Unidos, de Australia, de la India, de España, de Bielorrusia, de Argentina y este «peruano del Perú», como el burro vallejiano de las largas orejas.  Fue una reunión estupenda, el ambiente no pudo ser más cálido, la comida no pudo ser más sabrosa y la fraternidad no pudo ser más honesta y transparente para un montón de desconocidos unidos por el afecto de la encantadora cumpleañera.

Como los latinoamericanos tenemos la mala costumbre de juntarnos «entre nosotros» (en realidad esa necesidad gregaria es universal, salvo que los latinos hacemos más ruido y eso nos pone en evidencia), nos pusimos a conversar (que Alesia ya es «de nosotros») con una delicada, amable y paciente argentina que resistió heroica la andanada de mis preguntas (que a la «cara de cura» con que nací le acompaña un «complejo de periodista» que aún no entiendo bien cómo tolera tanta buena gente a la que atormento con mi curiosidad acerca del laberinto —de ángeles y monstruos— que es el comportamiento humano).  Entre las muchas cosas de las que hablamos, «allá» —Buenos Aires para ella, Lima para mí—, fue uno de los tópicos más visitados, y las «cosas nuestras», esas que nos definen, que ponen de manifiesto que somos latinos, que hacen que compartamos una manera de ver el mundo y de relacionarnos con la gente que nos rodea, recorrieron la conversación entre risas y añoranzas.

La familia, los amigos, las costumbres invencibles y tercas, los gestos y palabras que allá son no solo comunes sino indispensables, las historias, los cuentos repetidos, las anécdotas que hicieron de ese allá, «nuestro allá» y que nos dejaron marcadas formas de expresarnos, de revelarnos, de presentarnos al mundo y de crear amistades, ese todo que choca con otros usos, que se estrella con otras costumbres, que apaciguamos o moderamos o escondemos porque «acá no», porque «no van a entender», porque este «acá», aún amable, aún grato, aún acogedor y lleno de gente de bien que nos recibe con los brazos abiertos, nunca podrá ser (para los que aún pensamos que la patria es «esta urgencia de decir nosotros» de la que habló Benedetti —y perdónesenos la banderita—) ese «allá» que dejamos alguna tarde con el íntimo deseo de volver (aunque sea solo para descubrir que lo imaginamos o que ya no existe).  

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